El primer encuentro que tuve con una ciudad grande en Brasil, fue durante el trayecto de aventón del Noreste a Río de Janeiro, en el sureste. Pasé la noche en la periferia del norte de Belo Horizonte, en una gasolinería. Por la mañana no encontré aventón que cruzara la ciudad y me llevara al sur, pues todos tomaban la desviación hacia São Paulo, así que tomé trasporte público y crucé la ciudad para situarme en un mejor lugar y continuar mi viaje. Esa noche tuve frío y, en la mañana, el humo de los camiones y el sonido del tráfico no me emocionaban mucho como al principio del viaje. Los comentarios negativos de las gasolinerías en Google maps me asustaron y, al ver por primera vez tantas favelas en el horizonte, sentí miedo.
Minas Gerais es un estado lleno de montañas, así que el autobús que tomé me llevó arriba y abajo, viendo muchos paisajes diferentes, acompañada de personas en silencio que iban a trabajar. Me bajé en una de las salidas de la ciudad, algo cansada por la noche anterior y ansiosa porque se me acababan los días para llegar a Río de Janeiro a tiempo. La llegada y lo que pasó después ya lo escribí, lo pueden leer AQUÍ. Por ahora sólo quería relatar mi primera impresión de Belo Horizonte.
Poco más de un mes después, en Río de Janeiro, estaba saliendo todos los días y noches, conociendo muchas personas y caminando mucho en la ciudad. Continuaba estudiando el diplomado en línea, pero iba atrasada. También había entrado al proceso de selección en dos universidades para estudiar una maestría de arquitectura ahí mismo y no había avanzado nada en los documentos necesarios para concursar.
Recuerdo una noche en donde no salí y estaba buscando casi desesperadamente a dónde ir. Fue en ese momento que me di cuenta de que esa no era la Xalli de siempre: no estaba dibujando, no estaba escribiendo, mis horarios de sueño estaban todos chuecos y cada mañana estaba esa sensación horrible de desvelo y a veces de cruda. Había ido algunas veces a bibliotecas, pero duraba poco y luego me iba a la playa. Había conocido gente linda que abría dudas en cuanto a mi identidad, mis privilegios, mis inquietudes y mis intereses. Algo que agradeceré siempre fue conocer a Will y, con él, a la música brasileña. Will me mandó listas de música infinitas que me mostraron un mundo nuevo. Me sentía extasiada de poder escuchar tanta música que moviera tantas fibras dentro de mí. Sólo fueron dos semanas o un poquito más. Me sentía cansada y con la cabeza por todas partes. Agradecía mucho, con mi corazón, a esa ciudad mágica, pero decidí ir a algún lugar aburrido, que no tuviera tanta vida nocturna ni gente tan amigable. Un lugar en donde pudiera concentrarme en el concurso de las maestrías y en donde tuviera espacio para mí solita.
Decidí ir a Belo Horizonte. Nadie hablaba de esa ciudad y la única vez que supe de su existencia fue en ese breve encuentro que relaté antes. Era el lugar que menos me interesaba de Brasil, probablemente, y por eso elegí ir ahí. Reservé tres noches de hostal, no pensaba pasar mucho tiempo.
En mi último día en Río, muy temprano en la mañana, dejé una cartita para mi amigo Leandro, que me abrió las puertas de su casa varias veces, y me fui en silencio, como usualmente me voy.
Varios camiones me ofrecían aventones para “Beagá”, pero yo no encontraba esa ciudad en el mapa camino a Belo Horizonte. Me veían divertidos y se iban. Después me di cuenta de que la letra H en portugués se dice “agá” y que Belo Horizonte era BH (Be agá) y pues viva yo. Ese trayecto fue un poco complicado, pero de todas formas logré llegar, temprano al día siguiente. Les comparto unas notas de mi libreta poco llegando:
29 de Septiembre, 2023. Llegué a BH (beagá). No he mandado resumen del congreso, ni he pagado, ni he hecho el diplomado de esta semana. Tampoco he estudiado para la maestría ni he definido mi anteproyecto. Olvidé mi bolsa de plástico en un camión con mi topper, un poco de arroz, azúcar, comino, cúrcuma, un calzón y la taza de mi copa menstrual. Pero me siento bien. Estoy cansada, pero voy a dormir en mi propia cama hoy. Iré a imprimir mis tarjetitas de presentación en cuanto abran; estudiaré y, si los dioses me dejan, meditaré al fin. No parece una ciudad peligrosa. Tengo ganas de conocer nuevas amistades, hacer tatuajes y comenzar a ahorrar de nuevo. Me sentí muy querida en Río de Janeiro. Ya desayuné.
El hostal no se veía mal, pero olía feo. Casi todos los huéspedes eran trabajadores del interior de Minas Gerais que estaban en Belo Horizonte por trabajo. Cuando no trabajaban, cheleaban. Eran muy amigables y conseguí mis primeros tatuajes con ellos. Tuve varias primeras veces en ese hostal: primeros tatuajes en el cuello, primer tatuaje de retrato, primer tatuaje grande, primera vez que no me pagaron, primeros encuentros con personas con dependencias químicas en Brasil. Después de unos cinco días, me sentía como en casa. Estaba haciendo amistades de realidades diversas y era lindo, pero no estaba concentrándome nada en lo de la maestría.
Un día salí a tomar una cerveza con unas amigas que conocí en Río de Janeiro (una de ellas es la mágica Poliana) y me sentí tan tan tan bien, que decidí intentar ser voluntaria en un hostal de esa ciudad y quedarme otras dos semanas. Encontré uno en internet, mandé solicitud y, antes de terminar de tomarme la última cerveza, ya me habían aceptado. Y ahí empezó. Cada vez más abrazos, más amistades. Las personas mineras (del estado Minas Gerais) eran de lo más acogedoras, la comida era deliciosa y mucho más barato que Río. Cambiaba 12 horas de trabajo en la recepción del hostal a la semana por hospedaje en un cuarto con otras tres mujeres. El resto del tiempo lo usaba en el proceso de selección de las maestrías, en el diplomado y en salir a conocer la ciudad. A pesar de las diferencias en ideologías, los chismes con las chicas eran divertidísimos. También comenzamos a salir a hacer ejercicio, cocinábamos juntas y nos dormíamos contando nuestras vidas. Había mucha vida nocturna también, pero era más tranquila y eso me hacía muy feliz. El éxtasis que sentía al escuchar música continuaba. Aquí un texto que escribí pocos días después de llegar a BH:
Creo que voy a explotar de felicidad. Desde São Luis he estado sintiendo una felicidad enorme que no cabe dentro de mí. Es una sensación de gritar, de amor, de sonreír, de escuchar música y sentir que caminar en la calle es iluminarme o ir a un concierto, o hasta despertar por la mañana. Todo es revelador. Hasta fui a una iglesia pequeñitititita a darle gracias al universo por darme el milagro de sentirme tan plena y permitirme cosechar alegría. Agradecí mucho. Me di cuenta de que me siento libre hasta por elegir entrar a un templo cristiano.
Me habían dicho que había un tatuador hospedado ahí, pero tardé varios días en conocerlo. Un día de octubre lo conocí. Tiago era un hombre alto, grande, todo tatuado, usaba lentes, parecía muy serio pero asomaba una expresión de ternura en cada gesto que hacía. Cuando le pregunté si podía ir con él al estudio para aprender de tatuajes (hasta ese momento nunca había visto un tatuador tatuar, excepto cuando me tatuaron a mí hace muchos años), aceptó con una sonrisa tranquila y me dio unas estampas con su Instagram.
Fui al estudio un domingo. Me enseñó algunas cosas, compartimos un poco de nuestras historias y luego me fui a tatuar en el hostal pasado. Él no hablaba con nadie. Tiago hacía tatuajes enormes y llevaba muchos años trabajando así. Me incitó mucho a dejar de hacer lo que me pedían y comenzar a explorar más mi arte.
Después, se me comenzó a caer el mundo. Fechas de entrega del diplomado y de las aplicaciones para las maestrías estaban quitándome todo el tiempo. Estaba comiendo mal porque no me daba tiempo de ir al súper para comprar comida, ni tenía tiempo para cocinar. El tiempo de trabajo en la recepción lo usaba para continuar estudiando. Hasta dejé de tatuar. Dejé de salir. Dormía poco. También empezaba a ver que el ambiente en el hostal no era del todo perfecto y que existían muchos conflictos. Me robaron mis audífonos y dejé de escuchar música. Mis amigas se habían ido del hostal y la conexión con la última chica que quedaba se estaba rompiendo. Mi estado de ánimo se marchitaba:
13 de octubre, 2023. De pronto no sé estar sola. Me dan ganas de hablarle a gente que no le importo. Me dan ganas de pedir un abrazo. Pero no tengo a quién. A veces se me olvida que soy suficiente, que todo está bien, que nada importa. Facebook me distrae de un nudo en el estómago que no desaparece. Volveré al proyecto de tesis. Quiero estar tranquila. Sé que debería explotar y ya. Dejarme llevar por lo que siento (sentirlo) porque si busco cosas externas, todo va a empeorar. Debería meditar. Y ya. Tengo ganas de irme. Ya. Sin decir nada. Sólo irme. Voy a irme el miércoles y todo va a estar bien. Todo va a estar tranquilo. Hoy voy a darme el tiempo de salir a tomar una cerveza con Tiago. Sólo quiero sentirme tranquila.
Creo que ya he mencionado en otros artículos que me parece gracioso que se romanticen los viajes. Cuando desaparezco de México por meses hay personas que piensan que voy de ciudad en ciudad conociendo puntos turísticos maravillosos, tomando autobuses, vuelos, probando mil comidas diferentes, sacando fotos. Pero no es exactamente así. Generalmente voy navegando subidas y bajadas emocionales, en las que A VECES se cruzan lugares turísticos y comidas diferentes pero, en general, lo que busco son conexiones con personas, conversaciones interesantes, sumergirme en cotidianidades que no son cotidianas para mí y que pasarían desapercibidas de no ser porque andaba como loca poniéndole atención a todo. A veces son detalles como el horario de la comida o el olor del autobús, la entonación con que dicen “de naaada” o la forma en los tonos agudos con los que juegan todas las personas al hablar brasileiro. A esa altura hablaba mejor portugués, pues llevaba casi tres meses sin contacto con personas que hablaran español, así que también se abría ante mí un universo lingüístico nuevo que yo exploraba obsesionada. Entonces, esa noche de nuevo se giró el mundo para mí.
Esa noche Tiago y yo fuimos a la Rúa Sapucaí. Es una calle llena de bares que dan a la calle que, limitada por un tipo barandal en el que todo el mundo se sienta, da hacia un barranco y, del otro lado, un horizonte lleno de lucecitas de edificios, pinturas urbanas y pixos (según Google: representación gráfica que flutúa entre letras y símbolos (…) que puede observarse en muros, casas y edificios). Esa noche compartimos música, criticamos al mundo, hablamos de luchas sociales, de arte urbana, de tatuajes y, descubrí que, bajo esos lentes gruesos, había unos ojos nobles con pestañas bonitas que escuchaban y hablaban con calma y atención. Al día siguiente escribí este texto:
Por eso quería venir a Sudamérica. Escuchar Latinoamérica y sentirla, sentirla hasta adentro, aunque miles de kilómetros nos separen. Sentir la inseguridad, los problemas de la misma forma. Luchas de color sepia. Luchas familiares de la periferia. Calles que podrían ser cualquier país de los nuestros. Caminar con naturalidad sabiendo qué hacer. El humor. Los abrazos. La música ¡Ay la música! Entender las letras no por el idioma, sino por la empatía y por esa celebración a la vida toda.
La verdad es que esa noche fue un pequeñito acercamiento a la avalancha que venía después. Pensé que sabía de qué estaba sintiendo empatía, pero había muchas realidades a las que nunca me había acercado ni vivido y los siguientes meses en Brasil me lo iban a mostrar.
Después de ese día mis notas se vuelven un revoltijo. Hay notas del diplomado en donde intento entender la teología de la liberación en América Latina y sacar conexiones con lo que estaba viviendo en ese momento e intentos de vincularlo con temas para el anteproyecto en la maestría como, por ejemplo: ¿existen manifestaciones arquitectónicas contemporáneas lalala que tengan una relación con el territorio y la naturaleza alternativas al humanismo occidental con perspectivas decoloniales que (tachones)…”. Notas aleatorias: “Jerarquías de dominación”. “NATURALEZA”. “Cotidianidades de Brasil.” “10, 34, 85, 166, 24, 47” (¿gastos?). “Entendimiento de la vida.” Escribí mil listas de “cosas por hacer” sin llegar a tachar todos los pendientes; escritos de sentimientos por Tiago, anotaciones y citas de libros… y un textito que me gusta mucho:
“Gran diferencia estudiar sin mi mamá, teniendo que trabajar, alimentarme, comprar mis alimentos, lavar mi ropa… muito diferente mesmo. Ayer comí una sopa instantánea.”
Hice un grupo hermoso de amistades nuevas: Tania, Leo y Marcelo hacían mis días felices junto con Tiago, pero Tiago se estaba yendo. Encontrábamos espacios para escuchar música, compartir, sentir, pero yo cargaba siempre esa culpa por no estar haciendo lo de las maestrías. Tiago se fue en una nostálgica despedida con la única promesa de no crear expectativas de nadie, pero con mucho amor de por medio. Yo me cambié de hostal porque mi relación con el dueño ya no era la mejor y yo ya había cumplido poco más de un mes ahí.
Al día siguiente estaba en otro hostal, acostada en una hamaca, intentando estudiar. Intentaba canalizar mi corazón a lo que estaba estudiando, porque sabía que era la única forma de concentrarme… cuando me di cuenta de que no me interesaba en absoluto. Es más, mi ímpetu por entrar a la maestría, volver a internarme en la academia y escribir otra tesis me estaba separando de lo que realmente quería vivir. Quería hacer arte, viajar, vivir con calma, decidir qué hacer con mi tiempo y mi dinero, convivir con la gente preciosa que me rodeaba. Era lo más libre que había estado en mi vida y lo estaba desperdiciando por entrar a una maestría a la que nadie me estaba obligando a entrar y que no me interesaba un pelo. Tiago me había ayudado a reconectar con el amor, que se volvía amor por la vida, por el arte y por todo. Llamé a mi mamá, a mi papá y a mi amiga Emilia para verificar que no me estaba volviendo loca y las tres estuvieron de acuerdo conmigo. Luego escribí:
29 de octubre de 2023. Otro borrón y cuenta nueva. En menos de cinco horas le volví a dar un giro a mi vida. Ahora no haré maestría.
Mirando en retrospectiva, agradezco mucho a la Xalli del pasado por haber tomado esa decisión. Se me quemaban las manos por pintar. Hice mis maletas, llamé a mi amiga Poliana para aceptar su invitación y me fui a Iguatama, una ciudad pequeñitita en el interior de Minas Gerais, a pintar, a reír, a descansar, a comer rico, a tatuar, a ver películas y a sentir todo lo que traía acumulado por dentro por unos días.