HAPPY HOLI, EXCEPTO A LAS MUJERES

Mi viaje más intenso en India comenzó con Juanito y yo en la “clase general” (segunda clase) del tren, retorciéndonos en el compartimento de las maletas de arriba, con unos tubos espantosos incrustados en la cadera tratando de dormir, muriendo de frío. De vez en cuando nos mirábamos con cara de “…bueno” y volvíamos a nuestro intento sin fin de dormir un rato.

Juan es de España, y su persona para mí es la definición más clara que tengo de mejor amigo. Nos escapamos de todo y la noche del lunes 6 de marzo, llegamos corriendo, apenas a tiempo para meternos a un tren, sin boleto y con mucha emoción, a la musical (peculiarmente ese día) estación de Ahmedabad con destino a Delhi.

Cuando se hizo de día, bajamos de nuestro compartimento y platicamos de la vida, de la gente, de India, de España y de América Latina. Nos encantaba estar rodeados de tantas personas amontonadas y tranquilas. Yo ya había ido a Delhi en tren antes, así que sabía que una vez llegando a la estación de Delhi Cant, faltaban una o dos más para Nueva Delhi. O sea, como una hora o menos.

Juanito y yo llegamos a Delhi Cant, y luego el tren bajó mucho de velocidad. Nos sentamos en las puertas abiertas del tren para ver pasar las casas de los suburbios de Delhi, que se encontraban a pocos metros (¿o centímetros?) del tren. Olimos sus olores, admiramos sus colores, saludamos gente, discutimos, nos emocionamos con la arquitectura y en una ocasión tuvimos la excepcional suerte de recibir un globo de agua que un niño le aventó al tren.

El tren siguió su ritmo a paso lento, paciente, gigante, cargado, azul. Juan y yo notamos que habían campos verdes y nos preguntamos cómo podía ser una ciudad tan congestionada si habían campos tan verdes… luego entramos en razón. Nuestro hábito de desconectarnos de artefactos electrónicos nos había hecho no estar al pendiente y ahora llevábamos 2 horas más de viaje. Definitivamente eso no era Nueva Delhi. Preguntamos, checamos el mapa y morimos de risa. Efectivamente íbamos en dirección a Chandigarh (norte de India). Aunque se nos cruzó la tentadora idea de ir a pasear al norte, finalmente decidimos que no, que bajaríamos en la siguiente ciudad grande y volveríamos a Nueva Delhi. Sólo era un pequeño contratiempo, “it’s ok”.

Tomamos el tren de regreso a Delhi y esta vez más aplastados, llegamos finalmente a Delhi alrededor de las 5 de la tarde (el plan original era llegar a las 11am).

Nos subimos al metro, en el vagón normal, no en el de mujeres y me sorprendí porque a pesar de que ya había tomado el metro en Delhi muchas veces y no había pasado nada, esta vez varias manos vulgares se colaron entre la multitud y tocaron mi cuerpo de una manera que me da rabia describir. El idiota más evidente fingió demencia cuando le grité. En la siguiente estación Juan y yo nos bajamos. Había escuchado cosas feas de India, y he viajado ya varias veces sola, pero esta iba a ser la primera de muchas que me iban a hacer en este viaje corto.

Primero fuimos al centro y buscamos un lugar para tomar una cerveza. Nos sentimos jóvenes normales de nuevo un rato, pues el estado en el que vivimos el alcohol es ilegal y una cerveza es un lujo choncho. Luego fuimos al metro en la línea que nos llevaba al aeropuerto.

El metro tenía más forma de gusano esta vez porque había menos gente y se podía ver casi todo su cuerpo alargado y ondulante. Con una limpieza que supera a cualquier metro del mundo, todo en silencio y las ventanas oscuras, sólo los anuncios en hindi nos recordaban que estábamos en India.

Nos bajamos y el gusano subterráneo se escabulló en la oscuridad.

Al fin llegó el esperado: Omarcín, mi querido amigo de la facultad de arquitectura. Fue el primero en cumplir la promesa de visitarme en India. Si conozco a alguien comprometido es a Omarcín, que desde que hablamos de ir a India se puso a ahorrar como loco y ahí estábamos, en el aeropuerto de Nueva Delhi, emocionados de poder ir a descubrir un poquito de mundo juntos.

Los tres viajamos a Varanasi al día siguiente. Nos dijeron que tardaríamos 14 horas en tren, así que sin dudarlo nos subimos al precioso tren en clase general. Acomodándonos poquito a poco, encontramos lugares cómodos a veces, Omarcín encontró un lugar en el compartimento de maletas (arriba) y fue el único que pudo dormir bien, Juan y yo nos quedamos abajo por 12, 13, 14, 15, 18, 20 horas… no entendimos por qué harían algo tan cruel como decirnos que tardaríamos 14… ¡hicimos 22!

Al final llegamos a Varanasi, y la distancia valió completamente la pena.

La ciudad resultó ser una maravilla. Legendaria, de las ciudades más antiguas que existen en el mundo, que se entreteje con edificios altos entre los que a veces queda apenas espacio para que pase una vaca y una persona a la vez. Los edificios podrían ser vecindades o castillos, daba igual, por más detalles que asemejaran a la realeza, no dejaban de salir de las ventanas caras de niños humildes o ancianos encorvados con atuendos sencillos. Las calles estaban llenas de basura, también llenas de charcos con agua apestosa y marcas rojas de los escupitajos de pan que los indios mastican. Los balcones de los edificios apenas se separaban de los otros edificios y las nuevas construcciones se pegaban cual parásitos a los antiguos, haciendo un lindo collage. Las calles fluyen inesperadas, a veces con mucho movimiento y ruido y a veces nada, sólo una vaca que no se detiene a mirarte mientras camina con calma.

Sin aviso, las callejuelas de pronto se abren ante el vasto Ganges que se impone en el paisaje, calmado, plano, de un horizonte a otro, con barquitos, gente desnuda y semidesnuda que se bañan en el río y por todas partes escaleras de piedra que empiezan en la ciudad alta y se pierden en el agua más abajo. Hay uno que otro turista, pero siempre vacas y búfalos, perros bebés y monos.

Estuvimos pocos días ahí, Juan y yo teníamos que volver a la escuela pronto, pero disfrutamos del techo de nuestro hotel que tenía vista directa a uno de los ghats (como salidas al río, las escaleras que entran al agua) en donde se creman los cuerpos. Es muy interesante y nos pareció lógico que al cuerpo muerto lo traten como cuerpo muerto. Tal vez no todos, pero vimos varios que avientan como costales cuando los ponen en la madera para quemarlos, entienden que lo que importa de la persona ya no está en ese cuerpo. El desapego con el que se vive la muerte me parece muy maduro, y es lo que platicábamos mientras pasábamos entre toda esa gente que se reunía ante el río famoso, entre otras cosas, por tener señores (Babas, Aghoris) que andan por el río recogiendo restos de cuerpos para comérselos y beben agua de los cráneos. Yo personalmente no creo haber visto uno auténtico, no en Varanasi. Hay muchos que quieren dinero en los ghats más turísticos y están sentados con sus ropas naranjas y sus frentes pintadas.

Varanasi es una ciudad sagrada en la que se cree que si mueres ahí, ya no tendrás que reencarnar nunca más, así que muchos viejos y enfermos van a pasar sus últimos días andando por esta pintorezca ciudad. También se acercaba la celebración de Holi, así que niños ya empezaban a lanzar bolsas de agua desde los tejados, ¡¡pero fueron unos fracasados absolutos y no nos atinaron a ninguno ni una vez!!

Uno de los días fuimos a comer a una terraza de un restaurante maloliente y sucio, pero con bonita vista a la calle. Nos dio mala espina pero igual comimos. Desde la terraza vimos a dos toros casi teniendo sexo y nos dio risa. La única razón por la que menciono esto es porque no seguimos nuestra intuición, y no recuerdo si los tres al mismo tiempo o si en ese mismo restaurante, pero los tres nos enfermamos y el chistecito lo traje pegado a la tripa durante un mes con diarrea y falta de apetito.

Tomamos luego un tren a Khajuraho, la pequeña y lamentable ciudad de Khajuraho. Fuimos ahí porque es la ciudad que tiene unos templos con esculturas eróticas y nos pareció interesante, sobre todo porque es un país en donde el sexo es un taboo tan absurdamente grande. Para nuestra sorpresa, no sólo son unos cuantos templos, sino que era una concentración de unos 80 templos que se construyeron entre 950 y 1050. El conductor del rickshaw nos sugirió que no fuéramos a los otros porque estaban casi destruidos y era caro entrar, así que nos guió para ver los templos con las esculturas eróticas. Juan y yo, con nuestros documentos de residencia pudimos entrar con precio de local, y por la tez morena dijimos que Omar era indio y nos creyeron, así que pagando algo justo, entramos a ver los templos.

Son preciosos, pero eso lo pueden saber con imágenes en internet y aún mejor si van, pero lo divertido y lo que en realidad se nos quedó para recordar fue lo que encontramos saliendo del recinto.

Fuimos a caminar por la ciudad-pueblo que está alrededor de los templos. Los conductores de mototaxis y vendedores de cositas inútiles no dejaban de molestarnos. Era insoportable la manera en que nos seguían y nos hablaban, como si en cualquier momento fuéramos a aventar dinero para todos. Nos ocultamos en la ciudad y ahí conocimos a un personajazo. Llegó todo chulo, flaco y con sus lentes oscuros. Caminaba erguido, orgulloso, y tratando de hablar con la voz más cool de India, se presentó: «They call me Petter the Big Cheater or Jack, Never Come Back». Con lentes oscuros, una sonrisa coqueta con dientes chuecos, nos sonreía y nos preguntaba de dónde éramos. Sin sorprenderse ni sentir curiosidad, nos ofreció un tour por su ciudad, sin pago, pues sólo estaba aprendiendo a ser guía de turistas. Lo seguimos porque era gracioso y porque sus apodos eran maravillosos, pero después de pocos pasos ya queríamos huír de él. Lo que menos queríamos ser eran turistas con guía en esa ciudad que parecía doblegarse para recibir lo que fuera de los visitantes que venían a ver los templos. Sentimos que no quedaba nada de lo hermoso Indio que India tiene porque todo lo habían vendido (o estaba a la venta) como la dignidad y la paz. Las calles eran bonitas, pero encontrábamos tétricos niños en las casas nos gritaran «hola» en español, «¿cómo estás?» «¿a dónde van?»… hablen hindi, joder.

Por un momento Jack Never Come back nos acompañó al pie de una escultura o algo así, a un lado de un cuerpo de agua. Unos pequeños niños nos rodearon y empezamos a hablar con ellos en hindi e inglés. Eran niños lindos, curiosos y bailarines, pero me sentí algo incómoda y decidí sacar mi libreta y dibujar lo que fuera. Al intentar abrir mi bolsa, se rompió el cierre. Un niño lo vió y me dijo «¡es de buena suerte! ¡es domingo!» No me explicó más, sólo me dio risa y seguí haciendo lo que quería hacer, pero sin darme cuenta, meses después, cada vez que rompo algo, lo primero que pienso es en qué día es…

Al final, fue una decepción. Los niños nos pidieron dinero porque sí, porque así es Khajuraho y seguramente han crecido haciendo eso. Nos fuimos ya un poco hartos, sólo buscábamos comida y matar el tiempo para tomar nuestro tren a Mathura, el tiempo en Khajuraho era suficiente. Después de comer en un restaurante un poco escondido en un jardín, subimos a una terraza y platicamos de México. Estuvo horrible. Odié a México muchísimo y me di cuenta de que no tenía ninguna esperanza en él. Fue como un puñetazo descubrir mi postura recién adquirida y saber que la odiaba, pero que no había nada que me hiciera sentir mejor. Igual y fue la comida (aunque fue una inofensiva pasta…), pero llegando al tren me fui al baño a vomitar odio, tristeza y la sopa. Sé que no es una imagen bonita jaja pero es necesaria la crudeza. Quedé exhausta y dormí todo el trayecto, habíamos alcanzado lugar en el compartimento de las maletas, que siempre son los mejores.—

Seguramente muchos de los que leen esto han escuchado de Holi, la celebración en donde las personas se avientan polvos de colores los unos a los otros. Yo lo había visto en festivales de musica o en eventos deportivos como maratones y cosas parecidas, pero les voy a contar un poquito de donde nació esa popular fiesta. 

En la región de Barj, que es basicamente el triángulo entre Delhi, Agra y Jaipur, nació y creció Lord Krishna, que es la octava reencarnación de Vishnu, el dios creador, que es uno de los tres dioses principales del hinduísmo (los otros dos son Brahma, el dios preservador y Shiva, el dios destructor, mi favorito). Si quieren leer toda la historia, sigan leyendo, si no, sáltense hasta la imagen de la pintura de Krishna que esta más abajo 🙂 

Había un rey que se llamaba Hiranyakashipu que logró recibir un don de los dioses. Pidió primero que no lo pudieran matar pero se lo negaron, así que pidió que no lo pudieran matar ni de día ni de noche, ni afuera ni adentro, que no lo pudieran matar con un arma y otras cosas así para que estuviera muy difícil que alguien lo venciera. Poco a poco el rey se empezó a creer dios por lo poderoso que era, y todos lo veneraban, excepto su hijo Prahlada, que veneraba a Vishnu. Eso hizo que Hiranyakashipu lo odiara. Un dia, la tía horrible de Prahlada, Holika, le dijo que si tanto creía en Vishnu, se sentara en el fuego con ella. Él acepto y ella usó una capa o algo para cubrirse del fuego. Cuando el fuego empezó a arder, la capa/manto/trapo que traía Holika salió volando y cubrió a Prahlada. La tía ardió en llamas. 

La noche de luna llena previa a que empiece la primavera, en muchos lugares de India se prende fuego para celebrar que la maldad se quemó y ganó el bien, simbolizando la muerte de Holika. Al día siguiente, entra la segunda parte de la celebración, en donde volvemos a Lord Krishna.

Cuando Lord Krishna era un pequeñín, la demonia Putana (jaja, Putana) intentó envenenarlo con leche materna y eso hizo que Krishna obtuviera un color azul negroso en la piel. Conforme crecía, Krishna se quejaba con su mamá de que ninguna mujer (ni la guapa de Radha) se iba a fijar en él porque era de ese color tan extraño. Un día, la mamá de Krishna le dijo que fuera con Radha y que le aventara polvos de cualquier color a la cara para que fueran igual de raros. Cuando Krishna lo hizo, jugaron y se enamoraron. Krishna tuvo un monton de esposas (Krishna es el que tiene las rastas, la piel azul y que toca la flauta, entre otros simbolos con los que esta lleno) y hay pinturas en las que se ven a las gopis (sus amantes) y a Radha jugando con polvos de colores.

Se supone que es una festividad de amor y felicidad, en la que todos, sin importar el color, la casta, la edad o el sexo, juegan juntos. Juan, Omar, Murtaza y yo fuimos a Mathura, una ciudad que está en la región de Barj (de donde es Krishna), en donde todo pasó primero para experimentar la fiesta lo mejor posible. Caminamos a la boca del lobo.

Llegamos a la ciudad cuando aún no amanecía. Nos encontramos en la estación de tren con Murtazico (un amigo de la universidad en Ahmedabad) y después de dormir un rato en el piso delicioso (yo seguía un poco débil después de la sesión intensa de odio a México), decidimos ir caminando al río. El río que pasa por ahí es el sagrado Gánges, el mismo que habíamos visto en Varanasi. La vista era hermosa, con el amanecer reflejado en el agua y el viento hondeando las banderas de colores por todas partes. Tomamos un pequeño barquillo y dimos una vuelta, envueltos en nuestras cobijas (las habíamos comprado en Delhi, como buenos viajeros nocturnos de segunda clase), relajados, rica rica rica estaba la mañana y la orilla de la ciudad parecía recostarse en el agua como alguien que disfruta de un baño en una tina.

Volvimos a la ciudad, necesitábamos un hotel para dejar nuestras mochilas y prepararnos para el juego. Las únicas tiendas que estaban abiertas eran los pequeños puestos que vendían polvos de colores y pistolas de agua. Compramos lo suficiente y fuimos a refrescarnos a un hotel (demasiado caro y con popó de chango en la cama…) cerca del centro de la ciudad.—-

Salimos después de una siesta. Era un día inquieto, ya habían empezado a jugar y la gente corría de un lado a otro llenos de colores en la cara, aventaban colores a los pasajeros de tuk-tuks, se reían, se escuchaba un festivo «Happy Holi» por todas partes. Fuimos caminando hacia el centro. La calle que antes había estado casi vacía, ahora tenía rastros de guerra Holiana por todo el piso, y hombres se me acercaban y me ponían colores en las mejillas y en la frente. Me daba gracia y yo les respondía con lo mismo. Conforme nos internábamos más, me di cuenta que jugaban más conmigo y no con los chicos con los que iba. Murtaza, Juan y Omarcín estaban prácticamente limpios. Mi cabello empezó a llenarse de colores, mi lengua también recibió el arenoso sabor a rojo o rosa o azul. Una bola de jóvenes tenían una cubeta llena de agua rosa, en cuanto me vieron pasar, corrieron hacia mí y me echaron la cubeta entera encima. HAPPY HOLI HAPPY HOLI… Seguimos caminando. Yo poco podía usar mi pistola de agua. Aprovechaba cuando podía y echaba colores en las caras de los que se me aproximaban. Empecé a notar que más allá de un juego, los hombres me veían como locos. En vez de aventarme los colores, me los restregaban en las mejillas y en el cuello, me tocaban, se reían, arrugaban la cara mientras sonreían y me deseaban «Happy Holi». Miré a mi alrededor, éramos contadas las mujeres, todas extranjeras, al parecer las mujeres indias sabían que no era buena idea salir. Mis amigos me pusieron en medio de ellos, y cada vez que pasábamos por alguien que tuviera cubetas, yo corría para esquivarlos, pero era difícil, el agua caía de los techos, de las ventanas; los niños, adultos, todos atacaban a las mujeres más que a nadie más y a mí, titiritando de frío, no me alcanzaban los colores que habíamos comprado para defenderme. La falda me pesaba por lo mojada que estaba, el cabello no me debaja ver y poco podía hacer para quitármelo de la cara porque estaba todo lleno de polvo de colores. Ya no deseaba happy holi, sólo caminaba más rápido, con mucho frío, recibiendo nuevos chorros de agua que me enfriaban más, esperando a que la calle eterna se acabara. De pronto pasamos junto a un grupo de hombres que parecían muy alegres, probablemente estaban borrachos. Me vieron y empezaron a gritar, se acercaron y esta vez no se molestaron ni en gastar sus colores para tocarme. Sentí manos en las piernas, en el trasero, en los bustos, jalándome el cabello, tocándome la cara… grité lo más fuerte que pude que NO, que ya no era gracioso, que ¡PUTA MADRE! YA ME DEJARAN DE TOCAR, intentaba irme pero no me dejaban. Un hombre alto empezó a jalonear a todos y a gritarles y cuando al fin me dejaron, me preguntó si estaba bien… seguimos caminando, no me despegaba de Murtaza, que les hablaba en hindi y les gritaba que me dejaran en paz. Yo les gritaba groserías en todos los idiomas que me sé, corría y me ocultaba cuando los veía venir; manoteaba violentamente cada que pasabamos por un grupo de hombres y en ocasiones les preguntaba por qué eran tan agresivos y desagradables. Pasó unas dos o tres veces que llegaban en grupos grandes, de quince o más y me tocaban, hasta que alguien me ayudaba o se asustaban con mis gritos desesperados. El corazón me latía fuerte. Llegamos a la orilla del río, al fin la calle se había acabado. Nos sentamos, respiramos un poco. En ese momento yo seguía tratando de tener la mejor actitud, aún sonreía y aventaba colores a mis amigos, pero me sentía tocada, decepcionada, enojada. Bromeamos un poco, nos relajamos, miramos al río y sentimos lástima por las mujeres que andaban por ahí aún, o los extranjeros que viajaban solos y no entendían nada. Decidimos tomar otro camino de regreso, por calles pequeñitas. Yo ya estaba asustada, no quería que ni las personas que tuvieran buenas intenciones me tocaran. Enojada veía a los ojos a los hombres y les gritaba que dejaran de ser agresivos, que ya no quería jugar, que eso no era Happy Holi.

Casi llegando al hotel, unos niños se acercaron a ponerme colores en la cara… rendida, dejé que lo hicieran. De pronto uno estiró la mano y me pellizcó un pezón. IMBECIL. Le grité y se fue asustado, era un niño, qué asco de humanidad, tan torcidos desde pequeños.

Volvimos al hotel, yo casi escoltada por mis amigos, como perro con la cola entre las patas, directito a la regadera a quitarme no sólo las capas de colores que tenía por todas partes, sino también la asquerosa sensación de sus mans en mi cuerpo, de sus ojos en mis ojos. Me sentía triste porque es una festividad muy popular alrededor del mundo, tiene una raíz bonita, romántica y aquí, de donde nació, se ha vuelto un asqueroso juego machista, en el que los hombres hacen lo que siempre quieren hacer pero hoy es aceptable. Me decepcionó que no quedara ni rastro de lo que algún día significó. Tal vez sí en esquinas elitistas como la universidad, en comunidades pequeñas, pero en la calle, en el pueblo, con «la raza» como diríamos en México, definitivamente no, al menos no para las mujeres. Antes se permitía el consumo del Bhang (una bebida deliciosa que contiene un extracto del cannabis y que mezclan con otras hierbas. Es dulce y lo toman en varias festividades religiosas, en algunos estados se encuentra en cualquier puesto de cigarros) y ahora está prohibido en Mathura en esta fecha porque la gente se volvía loca.

En fin, uno a uno desfilamos a la regadera, salimos y comimos las frutas que habíamos comprado. Murtaza y yo estábamos en el techo del edificio esperando a los demás cuando un mono nos atacó y nos quitó las uvas. Al menos nos quedamos con los plátanos.

Nuestro tren salía en la noche, pero en ese momento ya nos queríamos ir… checamos en internet los trenes próximos. Encontramos uno que salía en menos de una hora. Avisamos a todos, empacamos y nos largamos de ese horrible lugar. Ya limpios, me envolví en una cobija y fuimos casi corriendo a la estación. Cuando llegamos, nos subimos sin boleto como de costumbre al tren que prácticamente ya se estaba yendo.

Ya adentro del tren no veíamos la clase general. Recorrimos el tren de un extremo a otro, pasando vagones lujosos llenos de gringos rubios y aire acondicionado, a vagones con asientos casi vacíos, pero nunca encontramos ni el Sleeper Class (que algunos consideran ya un poco extremo) ni nuestra querida clase general. Nos asustamos un poco, en ese tren sí checaban los boletos de tren. Nos sentamos en las puertas abiertas, viendo el paisaje, sin ocupar asientos y dejamos que el tiempo pasara. Inventamos historias para cuando llegara el señor del tren. Al final, los vendedores de dulces nos delataron y le dijeron al señor de los boletos (un musulmán al que no le importó que fuera día festivo hindú cuando se lo dijimos con sonrisa torpe) que no teníamos lugar. No pagamos la multa completa, y nos dejó ir unas horas más, pero igual nos dio tristeza lo pesados que se pusieron los vendedores de dulces que sólo querían sacarnos dinero.

El regreso fue complicado, entre cambios de trenes, boletos, blah blah blah.

Aquí un pequeño texto que escribí en el camino, y una foto que tomó Omarcín, con las cobijas que compramos, en clase general del tren, alcanzamos lugar en el compartimento de maletas (y estoy segura que esa cabeza es de Juanito):

 

Llegamos, sin cerveza en la panza y con colores rosas en las uñas. Murtaza tiene los lentes rosas, para que no se le olvide lo que vió. Se me quemaron los dedos de los pies con el fondo de mi falda que prendió en llamas pequeñas. No me di cuenta cuándo pisé fuego, ya da igual en dónde piso. Charcos, mierda de vaca, piedras, comida…

Mis senos han sido tocados por hombres desconocidos en ocasiones incontables este año y ninguna vez por alguno conocido. Es marzo. Hablábamos de los Dones guerreros que usan el tren en segunda clase (general). Hay uno en la fila de mi asiento que usa una manguera del orificio izquierdo de su nariz a un parche enorme que se encuentra en su garganta. Va constantemente al baño y por lo visto viaja solo. Ha estado haciendo lo mismo durante las últimas 11 horas de tren que llevamos. Luce tranquilo. Todos lucen tranquilos. El agua se nos acabó. La energía para jugar y platicar también. Ya tenemos calor y cortamos el aburrimiento de estar aburridos con mil siestas forzadas en posiciones dignas de un concurso de gusanos. Mi falda se desdobla y mi pierna quiere salir. Siento mi ropa interior enrollada en mi cadera y no sé qué me incomoda más, si el pensamiento del olor del baño, el riesgo de perder mi lugar en el asiento o mi calzón echo bolas… Juanito y yo fuimos a la puerta del tren y cuando volvimos, Omar acababa de ver a un hombre tratando de robarle algo de la mochila, todo ha estado un poco (demasiado) serio desde entónces. It’s ok, ya casi llegamos, el que se enoja pierde.

Llegamos al fin a Ahmedabad por la mañana, no a tiempo para mi clase pero sí para seguir el día, ¡qué bonita es nuestra ciudad! ¡Qué bien se siente estar de vuelta!

Un mototaxi a mi departamento. Un respiro por el balcón. Un regaderazo. Una siesta. Ya está, como nueva, «fresh like a lettuce», a la escuela y a seguir viviendo esta India tan intensa y maravillosa.

NOTA: Todas las fotos son de Omarcín, que las prestó al yo perder todas las mías 🙁 Y de Murtaza que fue el único valiente que llevó su celular a las calles de Mathura.

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