ADIOS, PARA SIEMPRE

“Nunca vuelve quien se fue, aunque regrese.”

     Se me quebró la voz en el coche hablando con mi mamá unos días antes de partir. Sentía un dolor extraño porque ambas nos estábamos despidiendo de la yo que conocíamos. Sentía mucho miedo, y no por cómo me la pasaría en el viaje, sino porque es imposible predecir quién serás cuando vuelvas. Un viaje es como meterle turbo a lo que la vida tiene para enseñarte.

     Hace dos años salí de México y cuando volví medio año después, me había vuelto otra persona. Recuerdo que llegué a mi casa, me bañé y al abrir el armario para escoger ropa me di cuenta de que no me identificaba con ninguna prenda. El cambio fue atropellándome cada vez más después de mi regreso. A los pocos días de volver, en medio de un viaje familiar decidí fugarme a Chiapas. Desorientada, con los pies inquietos, me fui y al llegar me volví loca por la soledad, así que tomé un autobús de regreso a mi casa. Doné casi toda mi ropa, dejé de ver las películas que veía, de leer los libros que leía, de frecuentar a la gente que frecuentaba, y justo cuando pensé que las cosas no podían ser peores, el novio que me había esperado cuando me fui, me cortó. Me deprimí durante meses en mi cama sin saber en lo que me había convertido. Lo he dicho varias veces a mis amigos y amigas, después de ese tiempo me volví la versión “más YO” que puede haber (no la mejor versión, pero sí la más auténtica) y eso me hace sentir satisfecha. Los viajes son eso, mientras que afuera tu cuerpo se pierde más, el alma se encuentra por dentro.

      También entendí que las cosas cambian mientras no estás. Los amigos y amigas se acostumbran a tu ausencia, dejan de invitarte, ya no llaman para contarte algo que pasó, porque no tiene caso contar con alguien que no está. Es un proceso natural pero me dolió entenderlo. Poco a poco me quedan menos personas cercanas y en general son personas que también se van y también necesitan un ancla que les recuerde que son queridos/as y que se les espera con emoción.

      Ese viaje fue diferente. Un año de estudios en India y seis meses más para merodear por ahí. Mis expectativas no giraban en torno a lo espiritual ni al yoga, sólo quería explorar lo que podía ser un país tan lejano a México. No conocía a nadie ni sabía nada de la ciudad a la que llegaría. El camino además sería largo: paradas en Cozumel, Europa, Irán y finalmente India. Lo sentía como pasos sutiles al otro lado del mundo. Los últimos días en la ciudad fueron emocionantes, bailando mucho y ocupando las 24 horas del día porque tenía que exprimir cada segundo. Recuerdo que mientras bailaba se me llenaban los ojos de lágrimas, disfrutando el México que no iba a ser el mismo a mi vuelta, porque los sentidos cambian y todo se percibe diferente.

     Otro síntoma magnífico de que el viaje hizo algo es la toma de conciencia de las injusticias que pasan en el mundo y el interés en la cultura propia. Ahora cada que viaje busco luchas sociales, gente oprimida que levanta la frente en alto y no se rinde. Encuentro un placer casi perverso en las sociedades en problemas porque es cuando la humanidad aflora, cuando las carcajadas deben ser más fuertes para curar las heridas. A falta de lujos, la gente aprende a ser feliz con menos. También me da cada vez más vergüenza no saber una lengua nativa de México. Las marchas (a pesar de que comprendo que tienen mucho que criticar) me hacen creer de verdad que hay esperanza, aunque luego se me pase. Mi participación en política incrementó significativamente desde que empecé a viajar.

      El viaje a India fue una cachetada a mi realidad. Un golpe en seco que transformó mi forma de sentir y de relacionarme. Mis intereses volvieron a girar y mis amistades también; me volví más solitaria y feminista; aprendí a comer de todo y a no tener tanto asco; me atreví a cortarme el cabello en un momento de ansiedad (en mi baño) y aprendí a hablar fuerte, claro y conciso; acepté que no sé mucho de nada pero poquito de mucho y que quiero que mi vida siga siendo así; desapareció en mi cabeza la definición de «normal»; me expuse a situaciones en las que el miedo no me paralizó y me sorprendí; mi familia dice que ya no me gusta nada pero yo siento que me gustan más cosas que antes; se borró por completo la rivalidad que sentía hacia las mujeres (¡logro enorme!). En fin, estoy contenta con la persona que se va armando dentro de mí. Acepto con los brazos abiertos cualquier ajuste que considere acertado porque nada es permanente.

      Y no puedo esperar a irme de nuevo. A dejarme aquí e ir a descubrir a la versión de mí que me espera en algún lugar. Siempre que vuelvo tengo una etapa dura, pero pronto se pasa y las cosas son mejores. Siento que si no hay ese cambio grande, no sirve de nada. Por supuesto, hay muchas formas de aprender todo lo que aprendí, pero viajar es mi herramienta favorita y pienso seguir usándola porque el mundo no se me va a acabar.

Les comparto dos fotos. La primera es de cuando comenzaba a viajar, la segunda es de hace unos días.

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