PERROS ASESINOS Y AÑO NUEVO EN COZUMEL

En mi cabeza se construyó una imagen romántica y maravillosa: yo sola, en la playa, con mi bicicleta, bajo un cielo estrellado y el sonido de las olas empezando el año nuevo. Tres años antes había estado en esa playa virgen, en la isla de Cozumel, bajo un cielo estrellado que me había regalado muchas estrellas fugaces mientras gozaba de una compañía inolvidable. Ahora era 31 de diciembre de 2015 y sentía la urgencia de volver a sentir esa paz que sólo la inmensidad de un cielo estrellado y un mar oscuro pueden dar.

Me fui alrededor de las 10 de la noche. Miré el mapa, todo lucía sencillo, debía tomar la carretera para atravesar la isla hasta llegar al otro lado, 14 kilómetros en línea recta. Sin planearlo mucho, tomé mi saco de dormir, la bicicleta —en pésimo estado— y amarré una lámpara de lectura al manubrio. En el camino compré un Gatorade y unas Pringles. Desde el 2012 comer Pringles rojas se ha convertido en un ritual de viaje cuando logro algo grande.

Todo lucía normal, la gente se preparaba para festejar el año nuevo y había mucha actividad en las calles, hasta que tomé la transversal (así llaman a la carretera). Estaba tranquila pedaleando cuando de pronto se sintió de golpe el final del área conurbada. La gente desapareció y me encontré con un inesperado sentimiento de soledad. En ocasiones anteriores no había notado el cambio de escenario. De día o en compañía no se sentía esa transición. Seguí pedaleando, acompañada, aún, por los faros de luz. Una mezcla de inseguridad y adrenalina hacían que pedaleara con lentitud nerviosa.

      Después de algunos minutos me di cuenta de algo obvio: la luz de mi lámpara era una broma para lo que me esperaba. Continué, ya estaba ahí, ¿qué podía hacer?. Miré al frente y noté aterrada que más adelante, los faros se convertían en pequeños puntitos separados por distancias intimidantes. El camino no era pesado. No había ninguna subida, la carretera carecía de baches o topes, pero el desafío era mental. No sabía exactamente a qué le tenía miedo, pero el estómago me dolía al irme acercándome a la inevitable oscuridad.

Llegó el momento. Se acabó el último poste cercano y, así como saltar a una alberca de oscuridad, me sumergí en otra dimensión. Para mi sorpresa, la luz había mantenido los otros sentidos distraídos y toda la atención la habían tenido en los ojos; cuando crucé la barrera de luz, los otros sentidos se despertaron. Sentí el frío del viento, mi boca seca y, casi con pánico, escuché el sonido de la selva.

Cozumel es una isla en el Caribe. Me sentí tonta al no haber previsto que la carretera era un hilo de concreto que se internaba por completo en la selva. No había imaginado nunca que estuviera tan viva. Mi nulo conocimiento de fauna no daba para imaginarse la cantidad de animales internados en la oscuridad que hacían tantos sonidos. Era una fiesta nocturna, un recital de vida. Seguí pedaleando, miraba la moribunda luz de mi bicicleta que sólo alcanzaba a iluminar la parte superior de la llanta delantera. Con gran esfuerzo deducía el camino a partir de la línea del horizonte. De pronto, miré al cielo y la cantidad de estrellas me hicieron perder el equilibrio. Ahora que lo escribo me parece extraño, pero recuerdo la sensación como si saliera accidentalmente a un escenario con miles, millones de personas que me observan. Comencé a hablar sola. “¿No viniste para eso? ¿para ver las estrellas?” me reía de mí misma por haberme asustado, pero el cielo —carente de luna— me hacía sentir minúscula. Me convencí de que no debían intimidarme, me convencí de que me acompañaban, me convencí de que me echaban porras. De vez en cuando veía estrellas fugaces y me emocionaba llegar a la playa para verlas con tranquilidad recostada en la arena.

Cada vez que pasaba uno de los postes de luz (tal vez con una distancia de un kilómetro) sentía vértigo al adentrarme de nuevo en la oscuridad. Pensé en niñas muertas vestidas de blanco, en fantasmas de gente que había muerto en esa carretera en algún accidente vial; temí atropellar a algún animalillo que se cruzara en el camino. Pasaron dos coches y me quité rápidamente del camino, pues yo, sin luces, era invisible. El miedo a ser atropellada se amontonó en mi mente junto con todos los otros miedos que descubría con cada pedaleada.

De vez en cuando pasaba una casa o algún terreno construido en las orillas de la carretera. Los pedales de la bicicleta comenzaron a rechinar, luego a tronar, y luego el pedal derecho se volvió tan duro que constantemente mi pie era incapaz de girarlo y perdía el control. Me detuve cerca de un terreno que tenía una reja iluminada. Decidí pedir ayuda. Toqué una puerta enorme, pero no obtuve respuesta. Giré la bicicleta y estuve jugando un rato con los pedales mientras trataba de digerir el momento que estaba viviendo. En realidad no recuerdo qué hice pero, a lo lejos, comencé a escuchar unos perros ladrando y el miedo me hizo montar la bicicleta de nuevo e irme rápido. Comprendí que estaba sola. Para mi suerte, los pedales volvieron a la normalidad durante un rato.

Oleadas de éxtasis de felicidad y valentía se alternaban con momentos de miedo intenso. En uno de los tramos de oscuridad casi absoluta, lejos de los postes de luz, escuché un gruñido a lo lejos. Traté de tranquilizarme, seguí pedaleando. Después escuché dos, tres gruñidos más. Seguí pedaleando. Los gruñidos se acompañaron de ladridos furiosos que, conforme se acercaban a mí, se magnificaban y me perseguían como sonidos gigantes que salían de hocicos del tamaño de montañas y que me iban a devorar. O eso me imaginaba yo. Comencé a pedalear más rápido. Los ladridos no eran de “aquí hay alguien”, como los que hace mi perro, sino de “¡TE VAMOS A COMER O COMO MÍNIMO TE VAMOS A QUITAR UNA PIERNA!” Empecé a maquilar imágenes absurdas, impulsadas por todos los miedos hasta ahora acumulados: seguro son cincuenta perros, con rabia, enormes, ¡perros fantasma! Miré hacia atrás y lo único que vi fue oscuridad: las bestias eran invisibles.

 ¡AAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHHH! Me desgarré la garganta con el grito más fuerte de mi vida y pedaleé lo más rápido que me dejaron las piernas. Poco a poco los perros se volvieron a diluir en la oscuridad y un sudor frío me abrazó ante la noche desafiante. Respiré hondo, disminuí la velocidad.

Miré hacia delante, sólo quedaban dos puntitos de luz, dos faros más, y luego era oscuridad eterna. El pedal derecho empezó a fallar de nuevo. Yo estaba temblando. Pasé ante otra casa iluminada y esta vez vi un letrero: “kilómetro 11”. Tres más. Me sentí bien porque ya casi llegaba, pero luego recordé que tendría que ir casi 3 kilómetros a oscuras y volví a sentir miedo. Al acercarme al último faro bajé la velocidad lo más que pude para alargar el momento y tomar valor. De pronto vi algo. Bajo el faro, se asomaron al menos dos siluetas de perros, grandes, caminando en medio de la carretera y se volvieron a internar en la oscuridad. Me palpitaba el corazón, no sabía qué hacer. Era demasiado tarde para volver, demasiado lejos, demasiado oscuro. Estaba atrapada entre dos abismos de perros invisibles. De pronto vi una casa iluminada y, sin pensarlo dos veces, me desvié para buscar algo reconfortante.

Bajé de la bicicleta, caminé temblorosa y me encontré con un pequeño pórtico en donde yacía una hamaca. Había un vano sin puerta que dirigía a un cuarto pequeño con las paredes cubiertas de figuras de madera que aparentaban ser glifos mayas y animales de la selva. Me asomé. “Buenas noches”, dije tímidamente. Nada. Volví a saludar, esta vez más fuerte. Salió un señor canoso, sorprendido. Para mi satisfacción, de su cara salió una sonrisa que barrió todos mis miedos. Primero lanzó muchas preguntas “¿qué haces aquí? ¿viniste en bicicleta desde el otro lado? ¿vienes sola? ¿cómo te llamas? ¿por qué a esta hora? ¿por qué hoy?” sin mucho tiempo de que contestara, me invitó a pasar y se disculpó por no tener una cena para celebrar el año nuevo. Dejé la bici en el pórtico, crucé el cuarto y entré a un patio grande. Olvidé el nombre del señor, pero fue muy amable y me dio un pequeño tour por su propiedad. Era un escultor de figuras mayas. Su familia era maya, pero él se lamentaba el haber perdido la lengua. Me explicó que había diseñado su patio para que los coches de los gringos dieran un recorrido y vieran las esculturas que él hacía. Me mostró su taller, y me dijo que vivía con su sobrina. Fue por ella a su cuarto. Salió una niña pequeña y tímida, que me saludó alegre y luego se fue a dormir. El artesano se alegró de que no hubiera llegado al otro lado de la isla. Me contó que ahí están los militares durante la noche y que seguido se escuchan rumores de tráfico de drogas y otras cosas turbias. Aseguró que no me habrían dejado pasar a la playa. Después de una reconfortante conversación, el artesano anunció que se iría a dormir. Me indicó que, al fondo del terreno, estaba el cuarto de su sobrina, ahí había una hamaca libre y podía descansar tranquila. Le agradecí muchísimo. El señor dijo que había otra hamaca en el patio, por si quería relajarme un rato. Acepté y el hombre se retiró.

Saqué de la mochila el Gatorade y las Pringles. Me recosté en la hamaca, miré al cielo y les sonreí a las estrellas, únicas cómplices de mi pequeña odisea. Me sumergí en una calma y satisfacción difíciles de describir. Me sentía agradecida de estar viva, de haber llegado hasta donde llegué, de haber encontrado ese lugar, de estar bajo las estrellas, y de escuchar los ruidos de la selva desde una hamaca, fuera de peligro. Sentía ganas de llorar de lo feliz que me sentía. Mientras comía mis bien merecidas Pringles, escuché a lo lejos los fuegos artificiales de la ciudad: ya era año nuevo.

1 thought on “PERROS ASESINOS Y AÑO NUEVO EN COZUMEL

  1. Eduardo BM says:

    LA INCERTIDUMBRE PUEDE SER A VECES MUCHO MEJOR QUE LO QUE SE PLANEA.

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