Viajar sola a los 19

Les quiero contar una historia muy bonita. Los sucesos de este relato están por cumplir los diez años y, para celebrar, al fin voy a compartir ese viaje del que poco he hablado porque cuando fue reciente no tenía palabras para explicarlo y, después, sólo dejé que se asomara en mis palabras cuando alguien preguntaba por él. Fue el verdadero inicio de lo que soy hoy.

Tenía apenas 19 años, ¡era una bebé! Había estudiado un año de Arquitectura para poder entrar a Diseño Industrial y, después de meses de preparación y de haber llegado a la última etapa del proceso de selección, no fui aceptada. El recuerdo de cuando fui rechazada es borroso. Sólo recuerdo cómo se me encogió el corazón y me dolió el estómago. Recuerdo que ninguna de mis amistades entró tampoco.  Recuerdo que tomé el teléfono para llamar a mi mamá y le dije que me iría de viaje hasta el siguiente año, cuando regresaría para intentarlo de nuevo. Me dijo que lo tomara con calma, que pensara las cosas; le hablé a mi papá también, creo que no me creyó; le hablé a mi novio y, aunque me apoyó, las cosas no fueron miel sobre hojuelas. En realidad, dejó de tratarse de la universidad y de inmediato el viaje tomó las riendas de mi vida.

No profundizaré en esos meses, tengo prisa de contarles de cuando me fui, pero mencionaré que entré a trabajar en un restaurante durante dos meses, rompí la vaquita-alcancía, vendí lo que se me atravesó (como solía hacer), saqué mi pasaporte y, el 21 de septiembre del 2013, estaba en el aeropuerto, temblando de miedo, rodeada de mi familia y mi novio que también tenían un nudo en el estómago de nervios, con una maleta de rueditas (no terminamos la mochila que una amiga y yo habíamos diseñado porque la máquina de coser se descompuso a último momento), dos boletos de avión (Ciudad de México-Cancún y Cancún-Berlín) y dos mil pesitos (en ese tiempo eran unos 100 euros). No había boleto de regreso, no había plan de cómo sobrevivir con tan poco dinero, nunca había vivido sola y no tenía muchos contactos en Europa. Pero a pesar de todo, mi voluntad estaba intacta, aunque no lo pareciera.

Me subí el avión y lloré muchísimo. Me había dado la loquera y había comprado el boleto demasiado pronto. Me sentía sola, pero confiaba en que algo interesante iba a pasar.

Llegué a Cancún. Un chico de CouchSurfing me iba a hospedar. Había asegurado que me recogería en el aeropuerto. Yo ya no tenía chip en el celular, así que le pedí a una amable señora si me podía prestar su teléfono para llamarle a mi conocido, pero éste no contestó. Llamé de nuevo, y otra vez, y otra vez y otra vez, y nunca contestó. Seguí marcando mientras la mujer me miraba con paciencia, pero se fue vaciando el aeropuerto y dio la media noche. Le insistí a la señora que se fuera, que no pasaba nada, dormiría en el aeropuerto, pero ella insistía en que siguiera marcando. Tal vez por verme tan lamentable y tan pequeña, la señora del celular me invitó a pasar la noche en su casa, en Playa del Carmen, a dos horas de ahí.

Al final fui con la señora. Fuimos a caminar por la playa y recuerdo ese momento en que miré la isla de Cozumel al otro lado del mar. Sentí un enorme deseo de ir, de estar tranquila, de volver a acampar con mi familia y unas amistades debajo de las estrellas como lo había hecho hacía unos años pero, sobre todo, deseé dejar de tener miedo. Luego recordé que al día siguiente volaba a Berlín, seguramente estaría bien…

En un abrir y cerrar de ojos, doce horas más tarde, me encontraba llorando en el piso del aeropuerto de Cancún: no me dejaron abordar. La razón: no tenía boleto de regreso y, a pesar de los intentos de comprarlo con tarjetas prestadas, no lo había logrado a tiempo y el avión había despegado sin mí. ¿Qué iba a saber yo? Eso no estaba escrito en ninguna parte, no era viajera constante, tenía 19 años y en mi familia tampoco solían viajar. Recuerdo que la cabeza me daba vueltas. Con poco menos de dos mil pesos no me alcanzaba para mucho. ¿Viajar por el sur de México? Podía ser ¿pagar un vuelo de regreso a la Ciudad de México? Nunca, pensarlo me enfermaba.

Llegó un milagro. La amiga de mi mamá que vivía en Cozumel aceptó recibirme en su casa. Me alegré mucho y partí hacia la isla caribeña y paradisíaca. Ruth fue muy amable. Vivía en una casa grande y me asignó un cuarto. Pronto me di cuenta de que no sabía qué hacer. Lloré mucho por haberlo dejado todo y no tener suficiente dinero para seguir la aventura que, en mi mente, había dibujado como épica. De pronto me encontraba buscando trabajo, de lo que fuera, durante la temporada baja de la isla que depende casi completamente del turismo. De no ser por las amigas y amigos que hice, el mundo se me habría caído en pedazos. Pasaron muchas cosas ese tiempo, pero me interesa contarles un episodio:

Ruth se fue a la Ciudad de México por algunas semanas y, sin darme cuenta, fue la primera vez que viví sola. Tenía dos trabajos: uno de 10am a 6pm, en un bar en la playa y el otro de 7pm a 3am en un bar/restaurante. Contenta porque me prestaron una bicicleta, recorría el pueblo de la isla todos los días para juntar todo el dinero posible y seguir mi aventura.

Un día me caí en la alberca del primer trabajo y, sin cambiarme la ropa mojada, fui al siguiente trabajo en donde el aire acondicionado estaba a tope. Caí enferma. La fiebre se apoderó de mí y me acompañó a mis horarios laborales día y noche. El sol en la playa del primer trabajo me pisaba sin piedad, dejándome derretida y débil, para luego llegar al otro trabajo en donde el aire acondicionado me convertía en trapo.

A los 19 años siempre me había sentido invencible. No me había dado cuenta de que mi buena salud, en gran parte, se debía a los cuidados de mi mamá y a una vida bastante privilegiada. Esta vez, sin la presencia familiar, la mala alimentación y los horarios deplorables de sueño, me estaba acabando. Ya no tenía despensa y estaba demasiado débil para ir al supermercado. La tercera noche sufrí de muchísima sed y soñé que mi mamá entraba al cuarto para darme un vaso de agua y un poco de comida. Desperté triste, pero me fui a trabajar. Después de comer en el trabajo, a las 6pm en punto, tomé la bicicleta para volver a mi casa y dormir un poco. Todo el cuerpo ardía de fiebre. Mientras me quedaba dormida, alcancé a escuchar el inicio de una estruendosa tormenta que empezaba a inundar la isla.

Cuando desperté, las calles estaban sumergidas en agua. Ir en bicicleta iba a ser una misión. Temblando, con fiebre por tercer día consecutivo, llamé al sitio de taxis mientras me alistaba para salir. Siempre tardaban años en contestar, pero esta vez me contestaron demasiado rápido y, para mi mala suerte, el taxi justo pasaba en frente de mi casa. Colgué rápidamente, agarré mis calcetines, mi celular, mis botas, azoté la puerta tras de mí y salí corriendo a la calle. El taxi no me había visto y se alejaba hacia el horizonte inundado y lluvioso. Corrí detrás del taxi, con el agua hasta las pantorrillas. El taxi no se detuvo. Al intentar hacerle señas con la mano, tiré uno de mis calcetines al agua. Me agaché a recogerlo con torpeza y tiré mi celular. La lucecita del aparato se extinguió bajo el agua que corría alrededor de mí. Recogí el celular y busqué en vano mi calcetín. Mientras, el taxi se alejó y desapareció bajo la lluvia, junto con mi paciencia y la última fuerza que me quedaba. Volví a la casa, empapada de pies a cabeza, con más frío que con el que salí y, al llegar a la puerta, me di cuenta de que había dejado las llaves adentro. ¡¡¡AAAHHHHHHHHHH!!! Grité y me eché a llorar a un lado de la puerta. Me senté a pensar en lo lamentable que era mi situación, toda enferma, sin calcetín, sin suéter, sin celular, tanto trabajo para nada, ¿en qué había pensado cuando me salí de mi casa si ni siquiera podía curarme una fiebre? Estaba sola, solísima, era la mujer más sola del universo. Lloraba desconsoladamente, estaba enojada, apretaba los puños, quería explotar, me ardía el cuerpo más que nunca, cuando de pronto… ¡CROAC!

Ilustración a la venta <3 Acuarela sobre papel

Miré al piso. Había un sapo enorme frente a mí. Me miraba con indiferencia. Me quedé pasmada. El sapo y yo nos miramos un rato. Me recorrió un escalofrío de vergüenza. No sé cómo describirlo, pero el sapo me hizo entender que no pasaba nada. Me regresó al presente, en donde sólo estábamos él y yo mirándonos. El mundo no se estaba cayendo en pedazos, el sabio sapo me lo demostraba con su mirada imperturbable. Sólo éramos el sapo y yo mirándonos y todo estaba bien. Se fue sin ningún gesto de despedida, sólo siendo sapo. Sonreí agradecida y un poco avergonzada. Respiré aliviada, las lágrimas se habían ido. Respiré de nuevo. Con calma tomé la bicicleta y pedaleé bajo la lluvia, con mucha dificultad por las corrientes de agua que paralizaban la isla. Fui al trabajo del bar nocturno y renuncié. El dueño entendió y hasta me dio un abrazo de consuelo. Luego fui a casa de mis amigos y pasé los siguientes tres días tomando medicinas, comiendo bien y arreglando con el cerrajero que me abriera la puerta de casa de Ruth. Cuando volví al trabajo el cuarto día, me regañaron, me amenazaron con que, si volvía a faltar, me despedirían. Las miré como el sapo me miró a mí y seguí trabajando para ahorrar e irme de ahí cuanto antes.

Fue, además de una lección de salud y cuidado, la primera vez que tomé un poco de conciencia sobre la falta de derechos laborales, la poca empatía hacia la clase trabajadora y lo complicado que es el mundo que gira en torno al dinero. Yo ahorraba para irme de viaje, tranquila porque tenía en donde vivir, nadie dependía de mis gastos, pero mi familia pasaba por un momento muy complicado y yo seguía pensando en mis viajes. Hoy en día, no entiendo por qué no mandé el dinero que estaba juntando para ayudar a mi familia, haber pospuesto el viaje no me habría hecho ningún daño. Supongo que las cosas pasaron de la única manera que podían pasar, en ese entonces no pensaba en muchas cosas.

En fin, pocos días después encontré un vuelo de Cancún a Madrid por la milagrosa cantidad de 120 euros. Lo compré de inmediato. Esas últimas semanas las disfruté saliendo a bailar con mis amistades, yendo al súper para comer mejor, siendo más limpia en la casa (aunque Ruth no piense lo mismo jeje, perdón Ruth) y preparándome para mi viaje.

A inicios de noviembre tomé mis maletas, mis ahorros, abracé a mis amistades con todo el cariño que tenía y me dirigí al aeropuerto de Cancún. Esta vez estaba lista.

Mucho buceo 🙂
La alberca a la que me caí
<3
Mi familia allá! <3
Trabajo en el bar de día
Fuimos voluntarias de CEMAC
La gente de CEMAC <3
LISTA AL FINNN

Aterricé en Madrid, me pasaron al cuartito de las preguntas terroríficas por primera vez, pero logré pasar los filtros y llegué a la casa de un huésped de Couchsurfing. El plan era el siguiente: comprar una mochila, una chamarra y dirigirme al este, en donde una familia hermosa que había conocido años antes me recibiría el tiempo que quisiera en un pequeño pueblo de República Checa. No había más planes, eso me bastaba. 

Un chico me había contestado en Zaragoza, al este de Madrid, diciéndome que podía hospedarme en su piso un par de días, pero ¿cómo llegaría ahí? Miré los precios de trenes y autobuses, a ese paso, no duraría ni un mes en Europa. Antes de salir de México le había prometido a mi mamá que no viajaría de aventón (a dedo, autostop), pero apuesto a que saben exactamente qué fue lo que pasó… Empezaré con eso el siguiente artículo.

4 thoughts on “Viajar sola a los 19

  1. Elizabeth Rivera says:

    Yeii, me encantó lo del sapo, cómo te miró y cómo le copiaste la mirada. Qué bueno que te fuiste, una intuye lo que necesita para aprender.

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  2. Rocio Batun says:

    Sabes perfecto que soy tu fan eres una excelente escritora! Me encanta leerte! Y cuando se que todo lo que escribes sale de tu experiencia! Waw eres Una extraordinaria Mujer! Gracias por escribir! Te quiero mucho preciosa! AB

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  3. Aura de la Rosa Martínez says:

    Me encanta como escribes Xalli.
    En verdad tienes que hacerlo un libro!
    Fuiste muy valiente y vaya que maduraste. Te felicito. Soy amiga de tu mami.

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