Mieles comunitarias deliciosas

Todo empezó bajo el duro sol de mayo del 2021. Estaba en Campeche y viajábamos en bicicleta. Había salido de Hecelchakán con Maximiliano y su amigo Pablo, pero ellos habían seguido hacia el norte a Mérida y yo hacia el este. Se sentía muy silencioso, pero había escuchado que había unos pueblos muy seguros y amigables por allá así que estaba decidida a pedalear hasta encontrar nuevas amistades.

Después de un rato vi a lo lejos un monte que, con piedras enormes blancas habían escrito “BIENVENI2 A CUMPICH”. Sin pensarlo mucho tomé la desviación. Anduve un tiempo más hasta que al fin llegué a un pequeño pueblo. Le pregunté a unas personas que me miraban con curiosidad qué podía hacer por ahí y me dijeron que fuera a una hacienda en el pueblo siguiente.

Subí a mi bicicleta y fui hasta el siguiente pueblo, aún más pequeño que el primero. Era una misma calle que hacía un cuadrado y ya. Eso era todo. No fue complicado encontrar la hacienda, edificio enorme en ruinas. Subí los escalones y me resguardé en la sombra para escribir un poco, pero fui interrumpida por dos pequeñas niñas que cortaban yerba de los escalones.

Preguntaron mi nombre y qué hacía ahí. Contesté sus preguntas y les pregunté lo mismo: Natasha y Fani, estaban cortando yerba para sus conejos. Pregunté en dónde podía comprar algo para comer. Natasha me indicó que esperara un momento y se fueron corriendo. Volvieron después de unos minutos, con el mensaje de que su abuela me invitaba a comer con ellas.

Fue una de las decisiones más bonitas aceptar su invitación. Terminé quedándome una semana con ellas y su familia, aprendí un poquitito del idioma maya, tan bonito que hablan y que hablan casi tod@s, caminé por el monte con las niñas y niños, comí un montón de cosas ricas y jugué con las infancias como tenía tiempo no jugaba. Me llevaron a ruinas de los antiguos, como les llaman a los antiguos mayas, y a ver las comunidades de los menonitas, que han construido enormes industrias de animales y agricultura con maquinaria en medio de la selva… Cuando me fui, algunas amigas alcanzaron a ver que lloré poquito mientras pedaleaba con más kilos en la bici que cuando llegué por todas las frutas y miel que me regalaron. LA MIEL MÁS DELICIOSA DEL UNIVERSO. Les dejo unas fotos de ese viaje tan bonito. La mayoría de las fotos las tomaron las niñas y los niños.

Al siguiente año volví al pueblo, que se llama Dzotchén pero pronuncian Dzopchém. Fui con mi amigo Juan y nos recibieron con carcajadas, comida y hamacas para dormir. Volvieron a regalarnos muchísima miel deliciosa.

Este año, Maira, mamá de Natasha, me contó que tenían problemas para vender su miel porque les ofrecían muy poco, de esa que me habían regalado dos veces y que sentía que valía más que el oro. Hablé con Maximiliano y con mi amiga Caro (que ahora vive en Cancún) y en un parpadeo acordamos ir al pueblo a comprarles algunas cubetas al precio que ellas y ellos dijeran. El plan era comprar la miel en Dzotchén, llevarla a Cancún, venderla ahí para recuperar la inversión, ganar un poco y volar con los excedentes a la Ciudad de México para consumo personal o para vender unos kilitos a amistades y familia. Ojalá hubiera sido tan fácil.

Cuando llegamos al pueblo el 3 de junio, las familias nos recibieron con los brazos más que abiertos. Fue un encuentro hermoso. Caro y Max se llevaron muy bien con las y los niños que parecen tener pila para siempre. Volvimos a intentar aprender algunas palabras en maya, pero fracasamos rotundamente. Quiero mencionar que Natasha y su mamá Maira, su papá Ezequías, y sus hermanos Oli y Alberth nos hicieron sentir como parte de la familia. También la abuela Doña Carmen, su esposo José y sus hijas Ani y Fani, que siempre se ríen de cómo nos salen feas las tortillas; Aldri, Robert, Estefany que nos llenan de abrazos todo el tiempo; Yeni y Yadira que nos contagian la risa y hasta hacen memes de nosotras; y su mamá, papá y abuela que nos reciben en su casa como si fuera la nuestra. La lista sigue y sigue. Sólo quiero agradecerles por compartirnos de su mundo, en donde el día empieza temprano, el tiempo pasa lento y la comida crece de la tierra en la que viven; que extrañan la lluvia y se lamentan que se estén acabando el monte las personas que vienen de lejos; que cazan venados, puercos y pavos de monte para cocinar delicioso y comer con tortillas enormes de maíz nixtamalizado. Se ríen todito el día porque saben que la vida es bella ahí, y les molesta a plena conciencia la discriminación que viven cuando salen de su paraíso. Comparten su idioma y sonríen cuando no lo podemos pronunciar. En ese pueblo podemos pasar el día visitando de casa en casa bajando frutas de los árboles y dejando que las niñas y niños nos presuman sus cientos de animales. En las casas amplias no se paga renta, los patios grandes que se confunden con el monte por la cantidad de árboles que tienen y aún cuentan cotidianamente con el sagrado conocimiento de qué árbol da qué en qué temporada o qué animal cazar en qué momento del año. Además, ¡el papá de Naty (Ezequías) me dejó hacer mi primer tatuaje en su brazo!

Los últimos días fuimos a comprar la miel que quedaba en el pueblo, pues ya habían vendido casi toda. Juntamos 6 cubetas y Ezequías las cargó con facilidad en la camioneta de aquí para allá. Escribimos los nombres de cada de las cuatro familias en las cubetas para que no se olvidara el cariño y enorme trabajo que implica llevar las mieles de una familia de abejas a una familia del pueblo a otra familia en otra parte. Ezequías, Maira y la enorme tribu de niños y niñas que nos rodeaba siempre, nos llevaron a ver en dónde tienen a sus abejitas, cómo las atraen de la selva a sus cajas y cómo esperan a que haya suficiente para no quitarles su alimento y que agarre bien el olor de las flores. Fuimos a unas ruinas en donde, nos contaron, antes había una bruja petrificada que fue llevada por unos señores a una zona arqueológica. De paso, nos contaron las injusticias del comercio de la zona y nos explicaron su participación en programas del gobierno. Todo mientras jugábamos con las niñas y los niños que tomaban fotos del cielo, de las flores, de los perros, de sí mismas, del piso, porque “tá bonito”. 

El martes 6 de junio salimos tempranito desde Hecelchakán a Mérida, con la certeza de que volveríamos pronto. Desde las ventanas del camión nos despedimos del pequeño grupo que fue a darnos cariño hasta el último momento.

El viaje de las mieles

Max y yo decidimos pasar la noche en Mérida (Caro se había ido unos días antes). Dejamos las cubetas en paquetería porque era una locura cargarlas, pero tuvimos que pagar por ello. En la noche fuimos a un mercado que ya conocíamos para disfrutar unos deliciosos tacos de cochinita… error. Fue imposible dormir por el dolor de estómago. Al día siguiente, día en que supuestamente iríamos a dar la vuelta por la ciudad, estuvimos en el cuarto sufriendo con una diarrea que no nos dejó en paz. Todo empeoró cuando nos negaron subir las cubetas al autobús de primera clase (5 horas de trayecto) y tuvimos que estafar al chofer del autobús de segunda clase (10 horas de recorrido) para dejarnos llevarlas. Además, Max y el señor del diablito tuvieron que correr dos cuadras bajo el sol y más de 60 kilos de miel cada uno (obvi en diablitos) para encontrarnos en el punto acordado y subir las cubetas al camión de manera ilícita. El viaje fue soportable gracias a que Max y yo nos acompañamos para no sucumbir en la desesperación. Con bromas, silencios de resignación y optimismo fue que pasamos el día. Llegamos a Cancún deshidratadas, con un malestar general espantoso, a rogarle a taxistas malhumorados que nos dejaran llevar las cubetas hasta la casa de Caro, en donde esa noche sólo pudimos subir tres cubetas hasta el cuarto piso porque la vida no nos dio para más.

Igual nos forzamos para disfrutar el mar precioso del Caribe los siguientes días, aunque yo seguía enferma. Max mejoró, pero yo no. Fue duro, en especial por mi estado de salud. Caro trabajaba casi todo el día pero siempre nos encontrábamos espacios para estar juntas y disfrutar de su compañía hermosa.

Pronto nos dimos cuenta de algo terrible: en todo Cancún venden miel increíble, pero absurdamente barata y, casi siempre, diluida en agua y/o con azúcar. Si la vendíamos a precio de Cancún, no sacaríamos el dinero invertido en el viaje y la miel. Caro y yo mencionamos en varias ocasiones que no importaba, que podíamos verlo como una inversión que sirviera para pagarles a las familias el valor justo de su miel, pero Max nos dio una lección invaluable de vida: ningún tipo de acción “social” tenía que estar relacionado con salir con números rojos. Hizo un archivo de Excel magistral y, en pocas palabras, nos demostró que podíamos incluir todos nuestros gastos para no salir perdiendo, ganar un poco y aún así no salirnos del precio aceptable para vender la miel. El único problema: debíamos mandar la miel a la Ciudad de México, pues en Cancún no la comprarían y en la Cdmx nunca habíamos visto miel de esa calidad, sabor y preciosura en general 😛

Me ofrecí para llevar las mieles en camión desde Cancún, pero ante nuestra experiencia en Mérida, tendría que tomar un autobús de segunda clase. Si el de primera clase se hacía 23 horas de camino, no tengo idea de cuántas horas se hace el de segunda. En realidad, yo no tenía problema, pero mi salud deplorable hacía de la idea algo absurdo. Caro y Max me convencieron de irme en vuelo y mandar las mieles por correo, lo cual aumentaría el costo de inversión, pero no me condenaría a un camino de infierno.

Max tuvo que irse de Cancún a un viaje de trabajo y yo me quedé con mi diarrea (ya medicada) bajo el calor húmedo infernal de Cancún unos días más. Como pudimos, Caro y yo fuimos a comprar cajas, botes, plástico de emplaye y demás cosas para dejar todos los paquetes listos antes de que yo me fuera. Las caminatas bajo el sol nos azotaron constantemente.

Al fin salió mi vuelo, Caro se rifó a conseguir un camión de mudanza que llevara las cubetas hasta la paquetería de Castores y una semana después llegaron las mieles a casa de Max. Ha sido una experiencia de mucho aprendizaje, pero sobre todo mucha fuerza, apoyo y cariño que nos hemos dado Caro, Max y yo mutuamente para poder concretar este primer experimento de comercio justo. La idea de compartir la historia es para que sepan de dónde viene su miel y por lo que ha pasado. De todo corazón esperamos que esta aventura culmine en que sus paladares se deleiten con el sabor de esta miel comunitaria deliciosa mientras piensan en las familias de Dzotchén que probablemente se están riendo de algo en este momento.

1 thought on “Mieles comunitarias deliciosas

  1. Angeles Davila says:

    Que maravillosa experiencia, no sé como es que no la había leído, te amo me encantan tus aventuras, viajar a través de ti y es fascinante como escribes.

    Responder

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *